Las diferencias entre las distintas edades de la vida

Extracto de El arte de sobrevivir – Arthur Schopenhauer

Por consiguiente, ya en la infancia se asientan las sólidas bases de nuestra concepción del mundo y, por tanto, también la superficialidad o profundidad de la misma: después se desarrollará y se perfeccionará; sin embargo, no se modificará en lo esencial. […]

De ahí que tanto nuestro valor moral como intelectual no entre desde fuera hacia nuestro interior, sino que surja desde lo más profundo de nuestro propio ser, y ninguna pedagogía pestalozziana puede hacer que uno que ha nacido tonto se convierta en un hombre pensador: ¡jamás! Tonto nació y tonto ha de morir. […]

Cuando somos jóvenes, pensamos que los acontecimientos importantes y de mayor repercusión en nuestra vida harán su entrada con tambores y trompetas; una mirada retrospectiva en la vejez muestra, sin embargo, que aquellos entraron con total tranquilidad por la puerta de atrás y casi sin llamar la atención. De acuerdo con el modo de ver aquí expuesto, uno puede, además, comparar la vida con una tela bordada, de la cual cada uno viera en la primera mitad de su existencia el anverso y en la segunda el reverso: este no es tan hermoso, pero ciertamente más ilustrativo, porque deja ver la trama de los hilos entre sí. […]

Cualquier hombre excelente, cualquiera que no pertenezca a esas cinco sextas partes de la humanidad tan tristemente dotadas, una vez pasados los 40 años difícilmente podrá verse libre de cierto asomo de misantropía. Pues, como es natural, tras haber juzgado por sí mismo a los demás y haberse visto progresivamente decepcionado, se ha dado cuenta de que le quedan muy por detrás, ya sea en cuanto a la inteligencia ya sea en cuanto al corazón, muy a menudo incluso ambas cosas, y que nunca se avendrán con él; razón por la cual evitará tratar con ellos, tal como, en todo caso, cada uno, según la medida de su propio valor, amará u odiará la soledad, es decir, el trato consigo mismo. […]

Mientras somos jóvenes, se nos diga lo que se nos diga, pensamos en la vida como en algo infinito y tratamos el tiempo en consecuencia. Pero conforme nos hacemos mayores, tanto más economizamos nuestro tiempo. Pues a una edad tardía, cada día que pasa despierta una sensación semejante a la que siente un delincuente a quien lo llevan paso a paso ante el tribunal. Desde el punto de vista de la juventud, la vida se presenta como un largo e interminable futuro; pero contemplada desde la vejez, no parece sino un pasado muy corto. Así, al principio, la vida se nos representa como cuando colocamos delante de nuestros ojos la lente del objetivo de unos prismáticos de ópera, y más tarde como cuando nos ponemos el ocular. Hay que haberse hecho viejo, es decir, haber vivido bastante tiempo, para darse cuenta de cuán corta es la vida. El tiempo mismo, en nuestra juventud, pasa de manera mucho más sosegada y, por tanto, el primer cuarto de nuestra vida no solo es el más feliz, sino también el que más lento transcurre, de modo que genera mucho más recuerdos, y cualquiera, si tuviese que hacerlo, sabría contar más cosas de ese período que de dos de los siguientes. E incluso, como pasa durante el año con la primavera, de igual manera en la flor de la vida los días terminan siendo de una duración enojosa. En otoño tanto del año como de la vida se vuelven cortos, si bien más amenos y estables. Cuando la vida se acaba, uno no sabe adónde se ha ido. […]

Cuanto más tiempo vivimos, son menos los asuntos que nos parecen importantes o lo bastante significativos como para que luego sigamos meditando sobre ellos y de esta manera se fijen en la memoria: por tanto, los olvidamos en cuanto han pasado. Y así discurre el tiempo, dejando cada vez menos huella. […] Igual que al navegar los objetos que están en la orilla se vuelven cada vez más pequeños, irreconocibles y difíciles de discernir, así también los años que han pasado, con sus vivencias y acontecimientos. A eso se añade que de vez en cuando el recuerdo y la fantasía nos traen a la presencia una escena largo tiempo pasada de manera tan vívida como el día de ayer; y de esta forma nos resulta muy próxima. […]

Conforme uno se hace mayor, vive con menos conciencia de las cosas. Todo pasa velozmente, sin dejar impresión alguna; como ninguna deja la obra de arte que hemos contemplado mil veces: uno hace lo que tiene que hacer y después no sabe si lo ha hecho. En la medida en que la vida se vuelve, pues, cada vez más inconsciente, en que se va acercando a la total inconsciencia, su paso se va haciendo precisamente cada vez más rápido. […] Las horas del muchacho duran más que los días del anciano. Por tanto, el tiempo de nuestra vida se halla en un movimiento acelerado, como el de una bola que rueda pendiente abajo; e igual que en un disco que gira cada punto se mueve más rápido cuanto más dista del centro, de la misma manera transcurre el tiempo cada vez más veloz para cada uno en función de la distancia que lo separe de sus primeros años. […] El tiempo nos parecerá siempre demasiado corto y los días pasan veloces como flechas. Entiéndase que hablo de seres humanos, no de ganado envejecido. Debido a esta aceleración del paso del tiempo, en los años tardíos el aburrimiento por lo general acaba desapareciendo; y como a su vez también enmudecen las pasiones con las inquietudes que les son propias, si uno ha conservado la salud, considerándolo todo, el peso de la existencia ciertamente se hace menor que en la juventud: de ahí que se denomine «los mejores años» a la época que precede a la aparición de las debilidades y las dolencias que acompañan a una vejez mayor. Con respecto a nuestro bienestar, bien podría ser realmente así: en cambio, los años de juventud —durante los cuales todo nos causa impresión y cualquier cosa deja su huella vivamente en nuestra conciencia— tienen el privilegio de ser la época de inspiración fructífera para el espíritu, su primavera portadora de flores. […]

En la juventud domina la intuición, en la madurez el pensamiento: de ahí que aquella sea la edad de la poesía; y esta la de la filosofía. También en el plano práctico, en la juventud uno se deja guiar por lo intuido y la impresión que causa, mientras que en la madurez solo por el pensamiento. […] La mayor energía y la máxima tensión de las fuerzas del espíritu tienen lugar, sin duda alguna, durante la juventud, como muy tarde hasta el trigésimo quinto año de vida: a partir de ese momento, comienzan a decrecer, aunque sea muy lentamente. Sin embargo, los años subsiguientes e incluso los de la madurez no transcurren sin una compensación espiritual. La experiencia y el conocimiento solo entonces se han hecho propiamente ricos: se ha tenido tiempo y ocasión de contemplar y considerar las cosas desde todos los puntos de vista, se ha confrontado cada cosa con otra y hallado puntos de contacto y relaciones entre ellas, de manera que solo ahora se entienden debidamente en su conjunto. Todo se ha aclarado. […]

Solo el que se hace viejo alcanza a representarse la vida de manera completa y adecuada, puesto que la contempla en su totalidad y curso natural y, sobre todo, no, como hacen los demás, única y exclusivamente desde su punto de partida, sino también desde su punto de llegada, razón por la cual reconoce en particular a la perfección su completa vanidad, mientras que el resto de hombres siguen atrapados en el delirio de que lo mejor todavía está por llegar. […]

Aun así, la juventud sigue siendo la raíz del árbol del conocimiento, aunque solo la copa tenga frutos. Pero como toda época, incluida la más desventurada, se considera a sí misma más sabia que la inmediatamente anterior y que las demás, así también le sucede a cada edad del hombre; pero ambas cosas a menudo están equivocadas. En los años del crecimiento corporal, en los que también aumentan nuestras fuerzas espirituales y nuestros conocimientos día a día, el hoy acostumbra a contemplar el ayer con desprecio. Esta costumbre echa raíces y permanece también cuando las fuerzas del espíritu han entrado en decadencia y el hoy, más bien, tendría que mirar con devoción al ayer; de ahí que con frecuencia valoremos demasiado poco tanto los logros como las opiniones que tuvimos en nuestra juventud. […]

En un sentido más amplio, también podría decirse que los primeros 40 años de nuestra vida nos proporcionan el texto, los siguientes 30 el comentario, que es el que nos permite captar el verdadero sentido y la coherencia del texto en su conjunto, además de los aspectos morales y demás sutilezas del mismo.

Hacia el final de la vida sucede lo que acontece al término de un baile de máscaras, cuando caen los antifaces. Entonces uno ve al fin quiénes eran realmente aquellos con los que había tenido relación a lo largo de su vida, pues los caracteres han salido a la luz, los hechos han dado sus frutos, los logros han obtenido su justa valoración y todas las falsas ilusiones han desaparecido. Es decir, todo ello ha necesitado de su tiempo. […]

Pero lo cierto es que, desde una visión general y al margen de todos los estados y circunstancias individuales, a la juventud le es propia una determinada melancolía y tristeza, mientras que a la vejez le es propia cierta jovialidad: la razón que lo explica es que la juventud se encuentra todavía bajo el yugo y la servidumbre de aquel demonio que apenas la libera un instante y que es el causante directo e indirecto de todo mal que aflija o amenace al hombre. La vejez, sin embargo, tiene la alegría propia de quien se ha librado de una cadena arrastrada largo tiempo y ahora se mueve libremente. Por otro lado, empero, podría decirse que tras la extinción del impulso sexual se ha consumado el núcleo propiamente dicho de la vida y que tan solo queda la cáscara de la misma o que esta se asemeja a una comedia que fuera iniciada por personas, pero concluida finalmente por marionetas vestidas con sus ropas.

Sea como fuere, la juventud es la edad de la intranquilidad, la vejez la de la calma: ya de ahí se deducen sus placeres respectivos. El niño extiende solícito sus manos hacia todo lo que ve tan colorido y variopinto: se ve excitado por ello, pues su sensorium [capacidad perceptiva] es aún muy fresco y joven. Lo mismo le ocurre, con una energía aún mayor, al joven. También él se ve excitado por el colorido mundo y sus variados objetos: de inmediato, su fantasía inventa más de lo que el mundo puede de verdad ofrecer. De ahí que esté lleno de deseo y añoranza de lo indeterminado, cosa que le roba la calma, sin la cual no hay felicidad. Y mientras que el joven piensa que en el mundo hay cosas extraordinarias que pueden conseguirse con tal de saber dónde encontrarlas, el anciano está imbuido ya de la máxima del Kohelet «Todo es vanidad» [Eclesiastés 1,14] y sabe que todas las nueces están vacías por muy doradas que sean. Pues en la vejez todo eso ya ha quedado atrás; en parte, porque la sangre se ha enfriado más y la excitabilidad del sensorium se ha hecho menor y en parte, porque la experiencia de la vida ha ilustrado al hombre mayor sobre el sentido de las cosas y el valor de los placeres, de manera que se ha visto progresivamente liberado de las ilusiones, quimeras y prejuicios que antaño ocultaban y deformaban la visión libre y pura de las cosas. Así que ahora todo se reconoce más correcta y claramente y se toma cada cosa por lo que realmente es y, en mayor o menor medida, se llega a comprender la vanidad de todos los asuntos mundanos. Esta es la razón de que las personas mayores, incluso las de talentos más comunes, tengan cierto aire de sabiduría, que las distingue de las más jóvenes. Pero fundamentalmente todo lo dicho lo ha llevado a la calma espiritual y esta es un importante componente de la felicidad, cuando no la condición y esencia de la misma. […]

Ciertamente, a una edad más avanzada también las fuerzas del espíritu decrecen: pero allá donde hubo mucho, siempre quedará lo bastante para combatir el tedio. Luego sigue aumentando, como se ha dicho antes, la correcta comprensión de las cosas mediante la experiencia, el conocimiento, la práctica y la reflexión. El juicio se agudiza y la conexión de las cosas aparece más clara; se gana, en todos los campos, una visión de conjunto sintetizadora. Así pues, mediante combinaciones siempre nuevas de los conocimientos acumulados y el enriquecimiento ocasional de los mismos, la propia educación más íntima de uno sigue su curso en todos los aspectos, apacigua, satisface y premia el espíritu. Con todo ello se compensa en cierto grado el aludido decaimiento. Además, como se ha dicho, el tiempo va mucho más deprisa a una edad más avanzada, lo que contrarresta el aburrimiento. La reducción de las fuerzas corporales no es muy grave, con tal de que no las necesitemos para ganarnos la vida. La pobreza en la vejez es una gran desgracia. Pero si se ha podido evitar y se mantiene buena salud, entonces la vejez puede ser una parte muy llevadera de la vida. Sus principales necesidades son la comodidad y la seguridad: de ahí que en la vejez se sienta aún más predilección que antes por el dinero, pues es la compensación de las fuerzas faltantes. Abandonado por Venus, uno buscará gustoso distraerse con Baco. En lugar de la necesidad de ver, viajar y aprender, hará su aparición la de enseñar y hablar. Sin embargo, es una suerte si al anciano todavía le queda el amor por el estudio, también por la música, el teatro y, en definitiva, cierta receptividad por lo exterior, como, ciertamente, continúa siendo el caso de algunos hasta la edad más provecta.

Solo a una edad avanzada alcanza el hombre por completo el horaciano nil admirari [«no sorprenderse de nada», Horacio, Epistulae I, 6], es decir, la convicción inmediata, sincera y sólida sobre la vanidad de la totalidad de las cosas y la inconsistencia de las maravillas del mundo: las quimeras han desaparecido. Ya no cree que en alguna parte, ya sea en un palacio o en una choza, exista una dicha particular, mayor de la que en esencia disfruta también él en todas partes si está libre de dolor físico o espiritual. Para él, las cosas que a ojos del mundo son grandes o pequeñas, ricas o humildes, no merecen en realidad ya distinción alguna. Esto da al anciano una paz especial, gracias a la cual desdeña sonriendo todas las bufonadas mundanas. Ya está completamente desengañado y sabe bien que la vida humana, por más que uno se empeñe en adornarla y engalanarla, pronto, sin embargo, aparecerá en toda su mezquindad por entre esos adornos de feria y, por mucho que uno quiera colorearla y decorarla, es siempre la misma en lo esencial, una existencia cuya verdadera valía hay que ponderar solo por la ausencia de dolor y no por la presencia de placeres y mucho menos de lujos.

El rasgo característico y fundamental de la vejez es el desengaño: han desaparecido aquellas ilusiones que hasta entonces habían hecho atractiva la vida y dado estímulo a la acción; uno ha acabado reconociendo la nadería y vacuidad de todas las maravillas del mundo, en especial del lujo, la pompa y la aparente grandeza; uno ha descubierto que detrás de la mayoría de las cosas deseadas y los goces aspirados no se esconde gran cosa y así ha llegado gradualmente a comprender la enorme pobreza y vacuidad de toda nuestra existencia. Solo a los 70 años comprende uno del todo el primer verso de Kohelet [Eclesiastés 1,2: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad»]. Pero esto es asimismo lo que otorga a la vejez cierto toque de tristeza. Lo que «uno es para sí mismo» nunca adquiere tanto valor que cuando se llega a viejo.

Sin embargo, la mayoría de personas, que han sido siempre escasas de entendederas, se convierten en la vejez cada vez más en autómatas: piensan, dicen y hacen siempre lo mismo y ninguna impresión exterior logrará jamás cambiar algo o sacar algo nuevo de ellos. Hablar con tales ancianos es igual que escribir en la arena: la impresión se borra casi inmediatamente. Una vejez semejante es, desde luego, tan solo el caput mortuum [cabeza, escoria muerta] de la vida. Parece que la naturaleza quiere simbolizar la entrada en una segunda infancia a la edad más avanzada mediante la aparición de una tercera dentición, si bien esto no ocurre sino raras veces.

La progresiva desaparición de las fuerzas conforme avanza la edad es, ciertamente, muy lamentable: sin embargo, es algo necesario e incluso benéfico, pues, de lo contrario, la muerte, para la cual la vejez nos prepara, nos resultaría demasiado difícil de asumir. De ahí que el sumo beneficio al que uno pueda aspirar en una edad muy avanzada sea la eutanasia, es decir, una buena muerte altamente fácil, que no se vea precedida por enfermedad alguna ni acompañada por ninguna convulsión y que apenas se sienta. […]

La diferencia básica entre la juventud y la vejez consiste en que aquella tiene ante sí la perspectiva de la vida y esta la de la muerte; que, por tanto, aquella posee un breve pasado y un amplio futuro, y esta al revés. La vida en los años de la vejez se asemeja al quinto acto de una tragedia: se sabe que un desenlace trágico se avecina, pero aún no se sabe cómo será. Ciertamente, cuando se es mayor, ya solo se tiene la muerte ante sí; pero cuando se es joven, se tiene la vida por delante y uno se pregunta, en último término, cuál de las dos cosas será más preocupante y si, visto en general, no será la vida algo que es mejor tener a nuestras espaldas que delante de nosotros. Ya lo dice Kohelet (7,2): «El día de la muerte es mejor que el día del nacimiento». Querer poseer una vida larga es, en cualquier caso, un deseo temerario.