El esfuerzo

Extracto de Lecciones espirituales para los jóvenes samuráis – Yukio Mishima

«El genio es fruto del esfuerzo», dice el proverbio, pero también el talento debe valorarse como una joya pues de otro modo corremos el riesgo de quedarnos sin conocerlo. Esta puede ser una sabia sentencia, adecuada para una sociedad cuya finalidad es el éxito. El hombre se esfuerza sin tregua en su competencia con los otros para demostrar la propia fuerza y el propio valor, es decir, para ganar. Los japoneses, sobre todo, jamás hemos dudado del valor del esfuerzo.

Desde la época de la restauración Meiji, Japón ha sido sacudido por rápidos y violentos cambios. Hubo un tiempo en que imperaba el sistema de la separación entre las clases sociales que, sin embargo, no llegaba a tener la rigidez del sistema de la sociedad inglesa: entre nosotros cualquiera que se hubiera esforzado habría podido tener acceso a las mejores universidades y después a las más elevadas posiciones de mando. En este sentido, nada ha cambiado en la posguerra. Los japoneses no hacen más que moverse con prisa vergonzosamente, todos guiados por el único objetivo de construir la prosperidad del tercer país industrial del mundo. Los cien millones de hombres amontonados en este pequeño archipiélago luchan todos los días, trabajan, se esfuerzan y mueven a todo Japón.

En cierto sentido, el carácter democrático de la sociedad japonesa se revela en la absoluta seguridad respecto al valor del esfuerzo. De hecho, el esfuerzo es absolutamente antiaristocrático. La tradicional educación feudal de los nobles ingleses los inducía a no depositar un fervor particular en el estudio y a leer pocos libros; incluso estos nobles sentían cierto desprecio hacia quien se excedía en el estudio y en la lectura. Todavía, los retoños de la nobleza inglesa frecuentan Eton, donde reciben la educación y la instrucción fundamentales para un noble, reducida a lo esencial, porque de ellos se requiere sobre todo que se dediquen a las disciplinas deportivas y concentren sus energías en la formación de una personalidad y un carácter autoritarios que son los rasgos típicos de los aristócratas. Por tanto, en ese ambiente, más que el esfuerzo se privilegia aquello que es innato o aquello que se toma de las costumbres.

El esfuerzo es, por consiguiente, despreciado porque significa el cruento empeño de quien, desprovisto de dinero y de poder social, no tiene otro medio más que éste para llegar a ser reconocido. La mentalidad aristocrática de los ingleses ha quedado superada y en el olvido, pero me parece útil recordar la existencia de un modo de pensar diferente de aquel que pone en el esfuerzo la finalidad de la vida humana.

Considero sumamente necesario diferenciar el placer del esfuerzo. A veces, el ser humano encuentra más penoso divertirse que esforzarse. Quien ha nacido pobre y ha pasado su vida esforzándose, cuando se libera al fin de la obligación de trabajar se encuentra perdido, como un poseído abandonado por el espíritu que lo atormentaba. Quien se dedicó durante décadas a realizar alguna tarea humilde, descubriendo sólo en esa actividad una ética conforme a la que orientar su vida, al poco de jubilarse se transforma en un cadáver viviente. Lamentablemente, nuestra sociedad hace vivir todos los días ese drama tan cruel a una multitud de seres humanos. Éstos fingen divertirse dedicando el resto de su vida a la jardinería o a otras ocupaciones, pero en realidad actúan de esa manera porque no saben cómo afrontar el vacío de una existencia ya privada de esfuerzos y prefieren vivir hasta última hora acumulando otros inútiles cansancios.

Pero el mayor tormento no es trabajar. La tortura más dolorosa e innatural es la que sufre quien, a pesar de tener talento, se ve obligado a no usarlo o a emplearlo en una medida inferior a sus posibilidades. El ser humano posee una naturaleza extraña: se siente vital sólo cuando puede dar el mayor vuelo posible a su capacidad. En nuestra sociedad, quien deposita su ética en el esfuerzo no se da cuenta casi nunca de la tortura especial a la que esa ética somete a quien posee cierta capacidad, obligándole a usarla parcialmente y con un ritmo más lento del que él es capaz de llevar. Las dotes intelectuales y físicas del ser humano se desarrollan hoy prematuramente: un muchacho de quince años puede considerarse un adulto. Pero nuestra sociedad ya no dispone de guerras que le permitan emplear inmediatamente a los jóvenes; nos encontramos así encerrados en las férreas garras de la gerontocracia. En este aspecto se manifiesta la otra cara hipócrita de una sociedad que basa su ética sólo en el esfuerzo y en la construcción, es decir, una sociedad que obliga al ser humano a realizar lo que le resulta más penoso.

Desde este punto de vista se podrían interpretar también los movimientos estudiantiles. En las sociedades avanzadas se impone a los jóvenes una ética que puede sintetizarse de la siguiente manera: «Si avanzáis con moderación y respetáis el orden que desea el mundo de los adultos os garantizamos una vida feliz: tendréis una esposa atractiva, niños y un apartamento cómodo, y un día transferiremos a vuestras manos el privilegio de gobernar la sociedad. Pero deberéis esperar aún treinta años; así que, de momento, estudiad con tesón y no corráis demasiado aprisa.»

En general, pues, los tiempos que impone la sociedad exigen que las personas con posibilidades de correr avancen con lentitud y que, viceversa, quien tiene dificultades para avanzar velozmente se vea obligado a correr.

Tal vez sea ésta la causa principal de las contradicciones en las que se debate la sociedad japonesa. Se está acumulando la energía reprimida de los que podrían correr largas distancias sin fatigarse, esto es, los jóvenes, que a cambio sólo reciben desprecio a causa de su edad. Pero no pretendo sostener que todos los jóvenes se hallen dotados de espléndidas cualidades. Simplemente afirmo que desde la era Meiji, y debido al carácter peculiar de la sociedad japonesa, los jóvenes se han visto obligados a esforzarse denodadamente. Aunque todos sus esfuerzos no han sido suficientes para derribar los muros entre los cuales los ha encerrado la sociedad.